<p>”Si quiero ser el portavoz de los que no tienen voz -que dicen poco, aunque tienen mucho que decir- tengo que convertirme, al menos por un tiempo, en uno de ellos”. Así explicaba Günter Wallraff en 1977 la esencia de su forma de hacer periodismo.
Odiado por unos, celebrado por otros, este hombre nacido en 1942 en Burscheid, Alemania, se convirtió en un icono del periodismo de su país durante la segunda mitad del siglo pasado cuando, con sus explosivos reportajes, sacó a la luz el lado oscuro de las industrias y fábricas que hicieron prosperar la Alemania Occidental de la posguerra.
El mundo laboral de estas empresas estaba plagado de irregularidades, injusticias, incluso ilegalidades, discriminación y xenofobia contra los trabajadores extranjeros que llegaban al país invitados por el gobierno alemán. Wallraff, con su peculiar método de investigación, la infiltración, estuvo allí para vivir todo en carne propia y luego denunciarlo.
La importancia de su trabajo ha dejado huella en el periodismo moderno e incluso ha sentado las bases legales para garantizar la libertad de prensa y el derecho a la información en Alemania.
En Suecia, por ejemplo, se acuñó oficialmente el verbo wallraffa y en la enciclopedia del periodismo alemán se registró el concepto Rollenreportage (reportaje de papel), del que es el principal representante.
Además, en el marco del largo litigio que mantuvo con el diario alemán Bild y la editorial Axel Springer SE, Wallraff obtuvo de la justicia alemana una sentencia ratificada por el máximo tribunal del país en 1983, a la que hoy pueden recurrir todos los periodistas de este país para defender la libertad de prensa. La llamada Ley Wallraff estipula que, en caso de abusos graves, el público tiene derecho a ser informado, aunque la información se haya obtenido con una identidad falsa.
Günter Wallraff recibió a este corresponsal en su casa del multicultural barrio de Ehrenfeld, en Colonia.
A pesar de las medidas de confinamiento que se están tomando estos días en Alemania, el encuentro con el periodista se produjo cara a cara, con máscaras y distancia de por medio.
Sonriente y afable, él mismo abre la puerta de entrada al edificio que da acceso a su casa. Se trata de un pequeño complejo de edificios -unidos por estrechos jardines y con un patio trasero- en el que destacan los que quedan del edificio original del siglo XIX que perteneció a sus abuelos maternos.
Dentro, en su estudio, además de la prolífica colección de libros de su autoría que descansan dentro de una estantería que se extiende de pared a pared, destacan inmediatamente una serie de piedras de diferentes dimensiones que Wallraff ha ido coleccionando a lo largo de su vida y que proceden de los lugares más remotos del mundo. Son rocas -de diversos tamaños, formas y colores- que parecen haber sido talladas para conseguir una forma estética. Pero enseguida aclara que se trata de formas naturales no tocadas por el hombre. De ahí su valor.
Tras un breve recorrido por toda la colección, comienza la entrevista.
-Usted lleva unos 55 años trabajando como periodista. ¿Qué ha cambiado desde entonces en la forma de hacer periodismo?
-Sólo puedo referirme al caso alemán. Empecé a trabajar en esto en una época en la que aquí (Alemania Occidental) el nacionalsocialismo estaba todavía extendido por toda la sociedad y la generación asesina seguía teniendo el control en muchos ámbitos. En el periodismo también había presencia del Estado. Así que si hubiera asistido a una escuela de periodismo en aquella época, me habría formado bajo esos principios. Pero no lo hice, y tengo que agradecer al ejército mi capacidad para escribir sobre la realidad.
Wallraff habla de su conocido paso por el ejército alemán y de cómo, a pesar de ser objetor de conciencia, tuvo que hacer el servicio militar en 1963. Durante 10 meses fue sometido a los métodos militares que buscaban a toda costa doblegar su voluntad (se negaba terminantemente, por ejemplo, a sostener un fusil en sus manos) y fue entonces cuando comenzó a escribir un diario que tiempo después, animado por el escritor y premio Nobel alemán Heinrich Böll, publicó primero en Twen, la revista juvenil de la época, y más tarde en un libro.
Pero no sólo eso. Sus circunstancias personales, adversas en muchos momentos, le situaron de forma natural frente al periodismo. Su padre murió cuando él tenía 16 años y tuvo que trabajar para mantener la economía familiar, repartiendo periódicos o tirando de cajas en los supermercados. Tras el servicio militar llegó su primer trabajo en la industria y con él su primer reportaje publicado en el periódico sindical Metall, en el que denunciaba las pésimas condiciones de trabajo en la planta de montaje de Ford, donde años antes también había trabajado su padre y arruinado su salud al no poder contar con la ayuda de su padre.