Con más torpezas por parte de los candidatos que aciertos estratégicos, la polarizada campaña electoral peruana llega a su fin y más de 25 millones de ciudadanos elegirán el próximo domingo entre dos visiones diametralmente opuestas del futuro presidente del país.
En medio de los embates de la pandemia, Pedro Castillo y Keiko Fujimori miden fuerzas en una justa que augura pocas salidas a la grave crisis política en la que está sumido Perú desde 2016.
Con el 19% de los votos válidos, Castillo logró una sorprendente victoria en la primera vuelta electoral, impulsado por el voto izquierdista pero conservador del campo andino, que alzó su voz contra el centralismo limeño, la clase política tradicional y la corrupción sistemática del aparato estatal.
Nacido en la humilde provincia andina de Chota, este maestro rural y dirigente sindical aspira a la presidencia por Perú Libre, un partido “marxista-leninista” que aboga por un “cambio profundo” en el país.
Una nueva Constitución, un Estado fortalecido con el control de la economía, la nacionalización de las empresas y mayores impuestos para la explotación de los recursos naturales del país son algunas de sus recetas.
Todo ello contrasta con la continuidad que ofrece la candidata del partido derechista Fuerza Popular, Keiko Fujimori, hija y heredera política del ex presidente Alberto Fujimori (1990-2000).
En su tercer intento por convertirse en la primera mujer jefa de Estado, apuesta por la permanencia del modelo económico neoliberal y de la Constitución vigente desde 1993, aprobada en referéndum pero fruto del “autogolpe” cometido por su padre.
Una de las pocas cosas que no están en juego es el conservadurismo, ya que ambos candidatos son enemigos recalcitrantes de la apertura de los derechos sociales.
Más allá de la confrontación de ideas dispares, la carrera muestra el abismo que divide a Lima de la población rural de los Andes, históricamente relegada al olvido por las élites capitalinas.
El profesor arrasó en la primera vuelta en regiones donde la mayoría de la población es rural y pobre y él mismo encarna los valores más humildes del interior del país donde mantiene su bastión electoral.
Así lo avalan las encuestas, que dan una tímida pero firme ventaja global a Castillo, que recibe un apoyo abrumador en el sur y el centro del país -regiones andinas-, mientras que el candidato de Fuerza Popular domina en Lima.
El apoyo a Fujimori -que cuenta con un abrumador respaldo mediático y de figuras como el Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa- parece haber tocado techo con aproximadamente un 40% de las preferencias, rodeado del arraigado “antivoto”, que ya le costó las derrotas de 2011 y 2016.
De hecho, acostumbrados a votar en segunda vuelta por “el mal menor”, muchos peruanos se encuentran esta vez en un embrollo que les obliga a sopesar dos corrientes definidas por el rechazo a la posición rival: “antifujimorismo” o “anticomunismo”.
Ambos candidatos intentaron, con torpeza y volantazos estratégicos, captar a los votantes más indecisos durante la campaña electoral, pero no tenían ases en la manga.
Fujimori, que de ganar la presidencia evitaría un juicio por el que se le piden 30 años de cárcel por lavado de dinero, ha utilizado la retórica “anticomunista” para “advertir” del “peligro” de un eventual gobierno de Perú Libre.
A la amenaza de que el país podría ser “una nueva Venezuela“, unió el “terruqueo”, las acusaciones de vínculos terroristas que la derecha peruana utiliza sistemáticamente para referirse a cualquier posición de izquierda.
Por su parte, Castillo optó por un improvisado recorrido territorial y moderó su discurso para distanciarse de la controvertida figura de Vladimir Cerrón, presidente de Perú Libre, ideólogo del partido y que ha sido condenado por corrupción.
El líder sindical tardó en presentar a su equipo técnico y tardó en ofrecer un plan de gobierno con el que matizó hacia el centro las propuestas originales de su partido.
Los millones de ciudadanos que no votaron por ninguno de los dos en la primera vuelta de las elecciones, donde sólo uno de cada cinco electores se decantó por estos dos candidatos, se enfrentan a esta engorrosa encrucijada.
El escenario augura una exigua legitimidad para quien resulte finalmente elegido y es poco halagüeño para la salida de la grave crisis política y moral que atraviesa Perú desde hace cinco años, que provocó la caída de tres presidentes y la disolución del Congreso.
Desde 2016, la política peruana ha estado marcada por las pugnas entre el Legislativo y el Ejecutivo, que parecen lejos de terminar, ya que ni Castillo ni Fujimori tendrán mayoría en un nuevo Congreso, que integrará hasta diez fuerzas políticas.
Gane quien gane, no tendrá los números para garantizar la gobernabilidad, impulsar reformas de fondo o evitar intentos de destitución y quedará a expensas de terceros.
Pe