La idea en su cabeza lo mantuvo tranquilo en el camino al Ministerio Público, todo era un malentendido y pronto tendría solución porque era inocente. “No pasa nada, esto se va a resolver”, se decía Frumencio Peña en su interior. Después de dos días ahí, cuando fue trasladado al Reclusorio Oriente de la Ciudad de México, siguió tranquilo, con la misma percepción de que saldría del problema. No lo hizo.
El juez rompió con su tranquilidad y tras pasar seis meses en la cárcel, lo condenó a 13 años y medio por los delitos de robo y extorsión. Algo que no cometió.
Tras pasar por la zona de ingreso y llegar a la zona de población, un compañero le dijo que podía estudiar una licenciatura dentro del centro penitenciario. Era una buena oportunidad para llenar el tiempo que estaría privado de su libertad y ocuparlo en algo productivo para no caer en la depresión, las adicciones o ser atraído por la delincuencia del lugar.
Sólo tenía dos opciones para estudiar: ciencias políticas y administración urbana o derecho. Optó por esta última.
La formación profesional que se le brindó fue a través de un convenio entre el Reclusorio Preventivo Varonil Oriente y la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. El centro penitenciario sólo contaba con dos aulas; la universidad aportó los pizarrones y el mobiliario. Las clases se impartían los lunes, miércoles y viernes de nueve de la mañana a seis de la tarde, para no interferir con los días de visita, que eran los restantes. El plan de estudios consistía en cubrir 50 asignaturas en 10 semestres.
Para Frumencio, el trato con los profesores era muy humano. Durante las vacaciones de Navidad, los profesores, junto con los alumnos encarcelados, organizaban “posadas” con música, o en alguna otra celebración hacían tertulias. Eran actividades que rompían con la dinámica del sistema penitenciario, y por un momento les hacían olvidar su encierro. Sin embargo, cuando aterrizaban en la realidad, volvían a convivir con la corrupción que imperaba dentro del penal.
Peña Tapia tenía que pagar 10 pesos diarios por pasar lista, aunque para otros internos la cuota era de hasta 100 pesos, dependiendo del delito o los antecedentes penales. El día de la visita familiar, los custodios cobraban un “peaje” de cinco, 10 y hasta 30 pesos para que los internos pudieran trasladarse de los dormitorios al área de convivencia.
Si los presos necesitaban utilizar las cabinas telefónicas públicas, debían tener primero una tarjeta y les costaba cinco pesos coger el teléfono. Estas eran algunas de las artimañas para sacar provecho económico a costa de los presos.
“Tienes que entrar con las ‘cooperaciones’ y coacciones, no hay donde correr. Aunque llames a tu abogado, a tu familia, apenas van a hacer nada. La Comisión de Derechos Humanos no va a intervenir, no va a haber ningún cambio. Es muy difícil estar exento. Se han dedicado a inventar tarifas hasta para respirar”, se lamenta Frumencio, que lleva casi tres años en libertad tras obtener un beneficio por buena conducta que redujo su condena a 11 años.
No fue fácil conseguir su libertad anticipada, sobre todo porque el juez valoró diferentes condiciones. En sus argumentos, señaló que el recluso, al tener una licenciatura y empezar un máster, representaba un proyecto de trabajo fuera de la cárcel. Sin embargo, señaló que no tenía un curso de herrería, peluquería o cualquier otro oficio.
A Frumencio, que se convirtió en abogado, le parecía muy absurdo que le pidieran hacer alguno de esos cursos y oficios. No iba a hacerlos, porque su perfil estaba enfocado a otras actividades y estudios.
Así que tuvo que entrar en la corrupción interna, pagar para que lo inscribieran como si estuviera tomando las capacitaciones y así le dieran un documento que lo avalara. Tardó cuatro años desde que lo solicitó hasta que fue liberado.
En lugar de ocupar su tiempo en estas actividades, lo utilizó para cursar un máster en Derecho Procesal, avalado por el Instituto de Estudios Superiores en Derecho Penal (INDEPAC). En este programa, los alumnos recibían tabletas cargadas de expedientes, libros y otro material de consulta; al final de cada mes, un profesor acudía para disipar dudas y darles consejos.
Como asesor educativo, se relacionó con muchos de sus compañeros, lo que le ayudó a obtener dinero para pagar sus estudios durante su estancia en prisión. Desde sus primeros semestres en la licenciatura, tuvo la oportunidad de asesorar a uno de ellos y escribir un documento a mano. “Haz que tus familiares lo escriban en el ordenador, imprímelo y llévalo al juzgado”, le dijo.
Tiempo después, con ese documento, el preso fue puesto en libertad. “Suerte de principiante”, le dijo Frumencio Tapia. El rumor se extendió y varios presos empezaron a buscarlo para pedirle asesoría legal y así generó ingresos