“Oye que un compañero le dice al conductor: “¡Meto, metele, metele, no te parte! En ese momento, otro cae en la cama de la camioneta y se le atasca el arma. Al agacharse e intentar sacar la bala, siente un fuerte golpe en la cabeza. Cree que le han disparado, pero no es así. Entonces mira hacia atrás y ve cómo el tubo de escape del vehículo echa humo a toda velocidad y saltan chispas de las llantas, porque los neumáticos han reventado tras recibir varios disparos.
El coche patrulla sólo consigue recorrer unos 2 kilómetros hasta que llega a una curva y entonces no puede avanzar más. El conductor apenas recibe la metralla de las granadas que le lanzaron en la cadera y el brazo izquierdo. El copiloto no sufre ni un rasguño, ni el que va en el asiento trasero. Cuando Juan José Villegas sale de la lluvia de balas, siente un impacto en el muslo derecho, como si hubiera sido alcanzado por un puñado de balas. Antes de descender nota que otro de sus compañeros de la Policía Federal (ahora Guardia Nacional) que iba detrás de él tiene una perforación en el casco que le rozó la cabeza, y el otro de la torre, fue alcanzado en el pulmón.
Esta escena es recordada con precisión por Juan Jossé Villegas, ex agente federal cuando perseguían a Servando Gómez, alias La Tuta, líder de La Familia Michoacana en 2009. Con los ojos a punto de llorar, hace una breve pausa. Baja la cabeza, se pierde por un momento en la forma de sus piernas, se le entrecorta la voz y toma aire antes de continuar con su relato. “Pensé que lo había superado y mira, otra vez…”, dice un poco desconsolado.
A los pocos segundos, se levanta del sofá negro para desabrocharse el cinturón y los pantalones. Bajándoselo, coge una toalla que tiene a su alcance y se tapa tímidamente la ropa interior. Con el dedo índice muestra dos cicatrices de unos 15 centímetros en su muslo derecho. “Lo bueno es que nunca toco el hueso, si hubiera entrado por este lado me habría desangrado y muerto en minutos”, dice señalando de un lado a otro.
La marca en su cuerpo se remonta a años atrás, a Tumbiscatio, Michoacán, un pueblo donde, recuerda, los habitantes se dedicaban al cultivo de marihuana y amapola. Su grupo estaba dividido en secciones, algunas patrullaban, otras cuidaban las instalaciones improvisadas y otras descansaban. Su campamento de la FP estaba situado en un campo de la llanura, donde instalaban tiendas de campaña y colchones hinchables.
Para su aseo personal iban en grupos a un río. Algunos hacían guardia mientras los demás se limpiaban y lavaban sus uniformes. La gente de la comunidad los vigilaba y la única gasolinera de la zona no les vendía combustible por instrucciones de los grupos criminales. Para conseguir combustible, llevaban sus camionetas a Nueva Italia o Arteaga, que estaban a casi 90 y 40 kilómetros de distancia.
En ese momento su objetivo era la detención de La Tuta, pero la fecha que nunca olvidarán es la mañana del 9 de diciembre de 2009. Su comandante los envió en servicio especial en cinco patrullas a la comunidad de Las Cruces. La instrucción era estar atentos a cualquier vehículo que huyera para detenerlo y registrarlo.
A las 6:00 p.m. les retumbaba el estómago, pues no habían comido en todo el día. Se les comunicó por radio que la operación había terminado. Podían regresar. El conductor, el jefe de sección y otro compañero estaban dentro del camión delantero. Fuera, dos en la torre (de pie) y dos sentados, incluido él con su arma amartillada lista para ser utilizada.
La oscuridad llegó cuando pasaron por Los Chivos, un pueblo de no más de 30 casas, rodeado de cerros, brechas, arbustos y una carretera apenas en construcción. Al borde de la carretera, en un terraplén, vio unas lucecitas, pensó que eran luciérnagas o una serie navideña, pero era una cortina de balas que empezaban a atravesarlas y granadas que caían a pocos metros. “¡Metele, metele, no te parte!”, escuchó Villegas.
Cuando el camión se detuvo en la curva, los compañeros de José lo sacaron a rastras. “Ya lo han destrozado”, dijeron al ver al hombre muerto. Luego detuvieron a los conductores de una pequeña camioneta que confiscaron para llevarse a los heridos, pero no fueron muy lejos y después abandonaron el vehículo junto con el compañero que había sido golpeado en la cabeza, porque pensaron que estaba muerto. Luego se metieron en una casa con techo de chapa.
“Me di cuenta de que tenían una radio de onda corta y les dije, saben qué, mejor nos vamos de aquí, a lo mejor hasta esta gente está involucrada (con la delincuencia)”, recuerda.
El uniformado que había recibido un disparo en el pulmón pedía un arma de fuego porque quería quitarse la vida, ya que dentro de la PF se les enseñaba a no dejarse agarrar nunca, ni entregar las armas. Para ellos era preferible suicidarse y evitar el martirio de caer en manos de las bandas porque la tortura era indescriptible.
Cuando salían de la casa, sus co